El libro verde

Mi cerebro pandémico hace rato que me está dando problemas. Me cuesta concentrarme. Me cuesta hacer cosas que parecen cotidianas. Levantarme, elegir calzones ¿Rosados? ¿Grises? ¿Tengo ánimo de calcetines largos cortos? ¿Tengo ropa limpia? Entro al baño y no sé bien cómo proceder. Salgo, prendo el calefont ¿Se escribe así? ¿Calefont? ¿Prenderá esta mugre hoy? ¿Saldrá hirviendo o fría el agua? Me ducho, me arreglo el pelo primero, me envuelvo la cabeza con una toalla y me visto. Salgo del baño pasada a fresas y zanahoria. ¿Botas? ¿Zapatos? ¿Chalas? ¿Dónde dejé las chalas? Y por fin salgo, cierro la puerta y avanzo. No. Vuelvo. Abro la puerta. ¿Dónde dejé la mascarilla? Ahora sí salgo.

Hoy no fue distinto. Salí y caminé despreocupadamente por la calle mirando las paredes, la gente, el piso por si hay caca, más gente, un ciclista, una chica con rastas en su bici, una señora y una banca… un libro verde. ¿Se le abra quedado a alguien? Me acerqué y vi que tenía una notita «@librolibre.w un proyecto para liberar la lectura». Y aunque en mi bolsillo llevaba mi Kindle con una historia a medias, me llevé el libro conmigo y lo empecé a leer de inmediato.

Mi cerebro pandémico hace meses que no lee. No puede. Se desconcentra, se queda pegado mirando una sola página y se resetea. Vuelve a Instagram y hace scroll infinito por páginas, perros, noticias idiotas, fotos tuyas, fotos bonitas, memes, memes, comparte memes, más memes y sube memes a stories… en fin. El otro día me senté en mi escritorio y tomé un libretita burdeo que tengo. En la tapa dice «leídos». Es una libretita en la que anoto los libros que leo. En 2017 leí 50 libros. En 2018, 60 y así, pero en 2021 solo tenía 5 anotados. No podía ser. Sí, sí podía. Es que me cuesta tanto. Hace un par de semanas atrás me obligué a leer y empecé con libros de romances ligeros, de minas con problemas no tan graves, que se enamoran hasta el final de las páginas y que finalmente podía continuar página tras página y terminarlos. Así llegué a sumar un par más de títulos en mi lista.

Pero esta mañana fue distinto. Tomé el libro verde y me lo empecé a leer de inmediato. Crucé Lastarria leyendo y avanzando rápidamente en el libro. Bajé al metro y me metí al vagón. Me encajoné entre los asientos y la baranda junto a la puerta de al fondo, debajo del parlante. Dejé la mochila a mis pies y seguí leyendo. Como el tren iba lleno, iba en esa pose media extraña encogida en mí misma con el libro frente a mí. En eso, alguien activó el freno de emergencia. Mi mano de inmediato se estiró y atajé a una señora antes que se cayera, pero solo ella se salvó. El resto de mi vagón era una ensalada de viejas en el suelo. En un enredo de piernas, viejas, bolsas y caos, de a poco se pudieron ir poniendo de pie. La cantidad de gente tampoco ayudaba para socorrer a la gente y que pudieran ponerse de pie con facilidad. Que se las arreglen. Seguí leyendo. La luz se cortó. Seguí leyendo. Salió el audio de la señorita que nos conversa en el Metro «recuerda tomarte de pasamanos y manillas» ¡ahora, po! Continuamos el viaje hasta Tobalaba y yo seguía leyendo.

Me refugié en un café de Providencia y seguí con las historias de este argentino que se cruzó por mi camino. Sus palabras me hicieron reír, pensar, parar, incluso en un minuto dado me enojé, pero no podía dejar de leer. El libro me hizo notar dónde estaba también. El argentino hablaba de un café al que iba a veces y notaba el diario subrayado. Me reí notando mis propias rayas en el libro. El argentino hablaba de cortes de pelo terribles y yo inquieta me ajustaba la chasquilla. Se mezclaban los olores del café y de la ciudad y me llegaban por separado mientras leía. Quise contar todo esto. Quise tener un lápiz y un cuaderno para anotar lo que ese libro me había hecho y lo hice. Despegué los ojos del libro verde y me pegué a mi libreta roja anotando lo que me había pasado desde que lo encontré ahí en la banca, esperándome. Mi cerebro pandémico parecía el de antes y yo estaba feliz.

Me sentí en deuda con @librolibre.w y quise hacerle saber que este año, con siquiatra, con sicólogo, con entrenador, con amigas que me ayudaron a salir adelante, que me atajaron para no salir corriendo, con profes que me incentivaron a dar más de mí y compañeras de curso que me apoyaron durante el semestre, con gente que me rodea todos los días que me mantuvieron cuerda, con todos ellos detrás mío sosteniéndome, todavía no estoy al cien, pero ese libro verde me devolvió un poquito de mi cerebro pre-pandémico.

Entre espressos amargos, boche de la calle, y el sol picando fuerte sobre mi cabeza, me re di vuelta «El Subrayador» de Pedro Mairal y por un ratito, quise volver a contar cosas.

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