Pensé que podía cambiar algo. No sé, pensé que quizás con el tiempo las cosas cambiarían y lo iba a vivenciar ese día. No fue así. Después de despedirnos, y que por todo gesto tuve un dedo índice y un medio alzados en V, supe. Me subí el cuello de mi abrigo negro y hundí las manos en mis bolsillos. Con la frente bien alta, hice lo que me resulta mejor: escapar. La técnica no es ciencia espacial: nalga, zancada, nalga, zancada. Respira. Respira. Respira. No pasa nada. Nalga, zancada, nalga, zancada, nalga, zancada. A esa hora la vereda está vacía, es toda para mí, manos cada vez más hundidas en mi abrigo y camino rápido. He hecho este recorrido diariamente hace más de un año y ese día, en ese momento necesitaba que se acortara, que se alargara, que se enchuecara, que haga algo, que apareciera algo. Que pasara algo. Nada. Nalga, zancada, nalga zancada, nalga, zancada. No se por qué (sí sé por qué) me doi vuelta. Sé perfectamente que su micro pasa más allá, en mi dirección. Con lo que hizo va a tener que tomar dos micros. No tiene sentido, menos a esa hora. No hay nadie en varias cuadras. Mi respiración es cada vez más rápida y necesito concentrarme, avanzar, pasos fuertes. Todas las otras veces me acompañaba en ese mismo recorrido, pero no hoy. Hoy voy sola. Esos no eran los zapatos con los que usualmente camino, eran unas botas algo chuecas. Una amiga mía les dice “tus patas de Alf”, que según creo no me ayudan a caminar todo lo rápido que me gustaría en ese momento. Apúrate. Nalga, zancada… nal… zan… nal… Me cuesta respirar… necesitaba ralentizar un poco el tranco. Pero es que me urgía avanzar. No podía respirar y ya no podía ver bien. Estaba empañando y mojando mis lentes. Me quité la mascarilla y los lentes y caminé así, viendo luces, colores y una homogeneidad ploma, propia de la ciudad teñida de noche. A veces pasa. A veces las cosas no son como quiero. Me paso frenética los dedos por la frente como queriendo alisarla o borrar alguna marca indeleble que no ha desaparecido. Se me cruzan repartidores en bicicleta, que apresurados zigzaguean de aquí para allá con su teléfono en la mano. Un Clio blanco dobla frente a mi cortándome el ritmo. Muévete pienso fuerte. Otro Swift me espera a que cruce, ni me vuelvo a hacerle una venia con la cabeza. No hoy. No puedo. No veo. No puedo respirar. Veo las tapas de las calles, todas con un patrón distinto. Sí, eso, concéntrate en las tapas de las calles. Fundición las Rosas. Entel, VTR. Ve las tapas. Pero no hay tapas siempre. Mejor otra cosa. Camina pisando cuadrado por medio. No es suficiente, mi zancada abarca más que eso y si sigo ese patrón solo consigo acelerar y avanzar menos. La línea de pastelón rosada. Ok. Eso sí puedo. Avanza. No es tan tarde, pero parecen las cuatro de la mañana en esta ciudad vacía. No hay gente, no hay ritmos, solo yo, caminando por la línea rosada, tratando de respirar. Su perfume está pegado en mi abrigo. Sin parar, me cuelgo la cartera del cuello y me lo quito. No tengo frío y ya a estas alturas, estoy transpirando un poco. Necesito mi olor a frutilla, vainilla y tabaco, característico mío. No debí ir. Bueno si tenía que ir porque me tenían que entregar algo, pero debí irme. Debí haber llevado los audífonos para distraerme con algo, debí… Desaparecer. No debí quedarme. Intento cada día probarme que puedo, que tengo bajo control todo, pero no es así. Necesito control. Necesito sentirme en posesión de algo. Saco el teléfono y mando algunos mensajes. Nada. Nadie me contesta. Estoy en control de mi misma. Tú puedes. Ya llegaste hasta acá. Eres para ti. Para nadie más. Si no lo ve, es su problema. Eres para ti. Respira, avanza, nalga, zancada, nalga, zancada, nalga, zancada, pero no puedo más. En esas esquinas truncadas en las que ponen banquitos, me siento y saco un cigarro. Entre lo agitada que estoy por la carrera y todo lo demás, no debería fumar, pero me concentro. Un lucky light, familiar entre mis dedos helados, un sabor ligero, que por años me ha acompañado. Hace tiempo que no fumaba lucky light. Pasan los de seguridad ciudadana frete a mi y yo fumo lentamente. Circulan repartidores por la ciclovía y se cruzan sin dios ni ley. No los veo, pero los distingo. Manchita a toda velocidad. Cuando veo que la manchita verde frente a mi parpadea, me paro y cruzo la calle. Sigo avanzando y tiro el cigarro sin siquiera molestarme en pisarlo. Concéntrate. Línea rosada. Las cervezas que me tomé antes me empiezan a jugar una mala pasada y ya la necesidad no es escapar, es regresar. Nalga, zancada, nalga, zancada, nalga zancada, ay apúrate. Un señor barre las hojas caídas con una rama de palma y un viejito se concentra en cargar bencina a su Yaris sport entornando los ojos y mirando fijo al marcador. Avanza. Concéntrate. Me llega un aroma dulzón de alguna parte y se me cruzan dos personas con un clásico olor masculino. Pero no hay más. No siento más. Estoy tan urgida que jadeo por la boca. Doblo en la esquina y sé que esta parte se complica. Ahora voy de subida. Una pareja se me cruza, ni los miro. A esas horas me enseñaron que no se mira a la gente. Apúrate. Aparece un taxi, pero me parece ridículo tomarlo por dos cuadras, solo tengo que seguir a este ritmo y lo consigo. Si antes estaba llorando por problemas en el quinto escalafón de la pirámide de Maslow, ahora sufría por haber involucionado al primero. Puto Maslow, cuánta razón tenía. Hay quienes dicen que su pirámide se invirtió. No se tomaron tres jarras de cerveza ni están corriendo por llegar a sus casas. No debí ir. No debí salir. No debí perder mi celular. Ya queda menos. Cruzo sin mirar la calle, tampoco siento ruido de autos y sé que estoy sola. Sigo avanzando y camino con las manos hundidas en mis jeans. En la esquina tampoco me molesto en mirar, pero escucho como aceleran autos. Están en el semáforo anterior y recién salen. Alcanzo a cruzar sin importunarlos. Ya queda media cuadra. Según lo que alcanzo a ver, es después de la quinta lucecita. Saco las llaves y las sujeto por la llave del portón. El tonto del portero está afuera regando y al verme llegar no abre la puerta. Temblando intento introducir la llave y entro sin decirle ni hola. Creo que la peor parte es subir por el ascensor. El no moverme es más doloroso y complicado que avanzar. Se abre la puerta y me abalanzo a abrir la puerta del 405. Meto la llave y entro a toda prisa al departamento.
Cómo se configuran la muerte, la ciudad y los recorridos, me preguntó un profe. Qué misterios ocultan los trazados que forma cada uno al andar. No es misterio, me equivoqué de nuevo y mis ojos me delatan. Ese día yo me morí un poquito.