Hace años atrás, renuncié a uno de los miles de trabajos que he tenido como garzona. Recorrí como 15 kilómetros en micro, me perdí en una rotonda, caminé varias cuadras y llegué a la central. Allí entregué mi carta de renuncia y ellos me dieron mi cheque. Recorrí las cuadras de vuelta, me volví a perder en la rotonda y conseguí tomar la micro de vuelta, pero no me fui a mi casa. Cambié el cheque y me fui a una tienda de bicicletas.
Entré y no dudé. «Deme esa bicicleta», dije apuntando un modelo de paseo. Era negra, las ruedas eran negras por fuera y blancas por dentro. El mismo marco era curvo, caía en una curva y se estiraba hacía atrás en una parrilla. El asiento era de cuerina café y tenía pedales a tono. Era una ridiculez que pesaba como tanque en la solapa, pero era bella, me sentía cul, alta y ondera.
Los primeros días me costaba mantener el equilibrio y movía el manubrio para todos lados intentando no caerme. Un día de invierno, volvía a mi casa toda helada, con las manos descubiertas sobre el manubrio y los dedos que me dolían de frío. Iba sobre la vereda, cuando perdí el equilibrio y me estrellé contra una reja. Avanzaba y mi dedo anular izquierdo se iba golpeando con cada barrote. Más allá paré y me miré la mano. La tenía tan helada y el golpe había sido tan fuerte… no podia itar de lor de apretada que tenía la mandíbula. Al llegar a mi casa, me amarré un palito y seguí con lo mío. Mi dedo no volvió a ser lo mismo, pero yo no iba a ir a un doctor.
También me ocurrió una vez que me atropellaron. La conductora venía mirando el celular, no me vio y me caí cual saco de papas a la calle. Me recogieron entre dos y solo quería hundirme bajo el asfalto y que me tragara Santiago. La mujer me gritaba «No puedo creer que me esté pasando esto a mí». La quería asesinar. «¡Súbete a mi auto! Te llevo a un hospital». La reté, le grité que era una irresponsable, tomé mi bici y seguí hasta mi casa. Hospitales sí que no.
Otra ves, en mi universidad, un chico de odontología se ofreció a sacarme las muelas del juicio. Al salir me recomendó «No hagas deportes». Ok. Me subí a mi bici y me dirigí a mi casa. Al pasar por afuera de la U, vi cómo me hacía señas diciendo «Qué es lo que te acabo de decir».
No ha sido la única vez que me he rehusado a ir a un médico. Una vez se me fundió el cerebro. Me dolía la cabeza, me flasheaba un ojo y me era imposible formular palabras en mi cabeza. Recuerdo haber querido pensar en «paralelepípedo». Lo veía, veía la figurita, pero no podía hablar. No podía decir más que monosílabos. «Te subes al auto, te llevo a una clínica», me dijeron esa vez. «No, si ya se me va a pasar». Fui al baño, levanté ambos brazos, sonreí y vi que no era un accidente cerebral. Me fui a acostar y me dormí casi de inmediato.
Un día sentí un horrible dolor en la zona baja del abdomen y vi como mi orina se teñía de rojo. Si tomo harto líquido y me acuesto, se me va a pasar, pensé. No fui a ninguna parte. Me quemé la piel con guanteros hirviendo, pero no fui a ninguna parte.
Cuando me aburrí de los frenillos, tomé un alicate y me los saqué. Una vez me corté un pie. A falta de cualquier tipo de vendetta, tomé un circulito desmaquillarte y saqué el corralito de mi polerón, me amarré el circulito sobre la herida con el corralito y terminé de fijarlo poniéndome un calcetín encima. Así estuve todo el día hasta que volví a mi casa.
No me automedico jamás. A veces incluso hago caso omiso a lo que me dicen los doctores y no me tomo los remedios que me dan. Algunos tampoco hacen un esfuerzo para convencerme «Se te va a pasar solo, pero si quieres, tómate esto que te ayudará».
Hace poco tuve que ir a la urgencia. No quería. Me convencieron que era lo mejor. ¿La solución? Remedios y me inmovilizaron la mano. Yo podía hacer lo mismo con mis palitos de helado y algunos amarra cable. No soy médico, soy porfiada, que es peor…